sábado, 29 de abril de 2017

La Cruz de la Atalaya



Hoy caminamos por la vereda de los Gudaris, denominación que se debe a que estos caminos fueron labrados por por soldados vascos presos durante la guerra civil, en el presidio instalado en la casa solariega del Padul conocida como Casa Grande.

Durante catorce meses, de sol a sol, regaron con su sudor estas veredas trazadas a pico y pala por todas las faldas del Manar. Un gudari era un soldado del Eusko Gudarostea, la denominación utilizada por el ejército del Gobierno vasco durante la Guerra Civil Española.

El trazado coincide con el límite del espacio natural de Sierra Nevada y nos conduce, salvando un importante desnivel hasta la Cruz de la Atalaya.

Comenzamos a caminar en la carretera N-323, cuando pasa sobre el pueblo del Padul. En el arranque de la vereda encontramos un indicador y un panel de interpretación de la ruta. Después de cruzar varios barrancos por unos diques bien conservados, nos olvidamos de la subida dura y zigzagueante que salva un desnivel de unos 230 metros en unos tres kilómetros hasta la cima.

Dejamos este desvío a la derecha y seguimos por la vereda al que transcurre entre un viejo pinar y la vera de un cultivo de olivos y almendros. Desde el comienzo de la ruta nos acompaña la niebla que a jirones abraza las laderas haciendo llorar a los pinos; lágrimas gotean desde sus acículas.

Las lluvias de la madrugada intensifica los colores y los olores del monte. Delicadas flores de primavera se encargan de dar color al paisaje.

El camino va bordeando el monte y poco a poco penetramos en un profundo barranco, el Barranco Hondo. La subida es constante pero moderada. Aparece una vereda a la derecha que asciende con intensidad; la ignoramos y seguimos al frente rodeando el cerro.

Seguimos ascendiendo y el paisaje se abre, llegando a un cruce de caminos: veredas que nos conducen por caminos antiguos hacia el Padul, Otura o Dilar. Nos desviamos por el camino de la izquierda unos metros para ver unas curiosas cruces cuya historia desconocemos. Serían un genial comienzo para una novela de misterio o de amor. Retornamos tomando ahora el camino de la izquierda que nos llevaría hasta la Silleta del Padul.

Por un cómodo camino llegamos a un nuevo cruce. Las jaras y los tomillos en flor. Cojines de monja en flor, curioso nombre para los piornos almohadillados. Tomamos la vereda de la derecha y tras pasar por una pradera presidida por un gran álamo llegamos a un abrevadero. Aquí retomamos fuerzas.

Seguimos por el camino para desviarnos a la izquierda por un corto pero empinado cortafuegos; llegamos a la cañada de la Cruz de la Atalaya (1.240 m). Las vistas podrían ser impresionantes pero la niebla nos permite imaginar el paisaje que deseemos ya que la realidad se ha difuminado.

Nos detenemos en la cruz de piedra que preside esta cima. Una centena de metros más abajo se encuentra el mirador del Padre Ferrer, donde un monolito deja constancia de la admiración del montañismo hacia la figura de este hijo predilecto del Padul.


Bajamos por la empinada y zigzagueante vereda de los Gudaris. Pasamos por un mirador junto a las canteras del millón cuarenta y ocho, conocidas así por sus coordenadas. Con las rodillas un poco cargadas, llegamos a la localidad del Padul.

Una jornada donde la magia de la niebla y el paisaje renovado por la lluvia han sido los protagonistas... sin deslucir la simpatía y buen caminar de los senderistas.

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