
Al pie de un platanero que sobrevive en mitad de la acera, un anciano vestido de domingo y sentado en una silla plegable, golpea una y otra vez los adoquines con un pequeño martillo. Los transeúntes pasan a su lado deteniendo en él sus miradas, al tiempo que cambian, por un instante, su gesto. Una sonrisa, una mueca de desaprobación, los ojos dilatados por la sorpresa ...
Nadie se detiene con la intención de impedir su acción (después de todo está atentando contra un espacio público); nadie sale corriendo a su casa en busca de otro martillo para colaborar en la faena y convertir ese gesto heroico individualista en una tarea colectiva (después de todo está ayudando al árbol al alejar el cemento de su tronco cruelmente acosado); no pocos se detienen y le preguntan "¿Qué hace jefe?" (después de todo es domingo y hay tiempo para preguntar por preguntar). En estas ocasiones el anciano responde siempre: "Ya ve, ¡qué le han quitado el sitio a este árbol y al Ayuntamiento le da lo mismo!" Y prosigue su faena.
Y yo tomo la opción más miserable: le hago una foto escondido tras el periódico dominical, escucho, miro y me voy.
Esta
pequeña revolución, este gesto de
participación ciudadana, esta
insumisión, da que pensar. Es evidente que si cada uno de nosotros sacásemos el martillo para modificar aquello que nos disgusta estábamos apañados; pero es admirable que, como le ha ocurrido a este vecino, la realidad que nos rodea nos afecte y nos invite a la acción olvidándonos de edades, vergüenzas y reúmas existenciales.